Cada cierto tiempo, reaparece una pregunta que parece dividir a los autores nóveles: ¿es posible escribir sin leer? En un mundo donde muchos sueñan con ser escritores, es muy grande caer en la tentación de pensar que basta con la inspiración para crear una obra maestra.
Sin embargo, la literatura es un oficio más complejo: no se trata de vomitar frases sobre una página, sino de construir mundos verosímiles, dar voz a personajes realistas, encontrar un ritmo que sostenga la narración y lograr, ante todas las cosas, cohesión en el material.
La lectura no es un pasatiempo accesorio en dicho proceso, sino el cimiento mismo del arte de escribir. Leer implica absorber siglos enteros de lenguaje artístico, estilos frescos y originales y estructuras que irán moldeando nuestra propia voz.
Escribir sin leer es como pretender tocar el piano sin haber escuchado jamás una melodía. Uno puede intentarlo, pero lo que obtendrá es un absurdo balbuceo sin sustancia. Quien lee atentamente, en cambio, aprenderá a escuchar las cadencias del idioma, a reconocer los silencios y las intensidades y a descubrir cómo una historia es capaz de cobrar vida propia.
La lectura como fuente de aprendizaje
La lectura nos enseña, a veces sin que nos demos cuenta, cómo se construye verdaderamente un relato. Al recorrer las páginas de una novela, un cuento o un poema, absorberemos lecciones implícitas sobre el ritmo narrativo, la tensión dramática y la construcción de imágenes. El diálogo fluido y natural de las novelas de Jane Austen, las descripciones minuciosas de Gustave Flaubert, o la densidad poética de Virginia Woolf, son capaces de excitar nuestra sensibilidad literaria sin que nos demos cuenta.
A diferencia de un taller o una clase académica, la lectura solitaria no nos impone reglas, sino que nos muestra un mundo infinito de posibilidades. Cada libro abre un universo estilístico en el que un escritor en formación puede aprender lo que funciona, lo que emociona y lo que incomoda. Incluso los textos que consideramos de mala calidad cumplen una función: nos enseñan qué nos conviene evitar a toda costa. La lectura se convertirá así en una forma de aprendizaje invisible, más eficaz que cualquier manual, debido a su carácter experiencial en que nos sumergimos directamente al momento de abrir un libro.
El arte del diálogo y el estudio de personajes
Uno de los elementos más difíciles de dominar de la narrativa es el diálogo. ¿Cómo hacer que los personajes hablen como personas reales sin sonar acartonadas? ¿Cómo lograr que cada voz tenga su personalidad propia? La respuesta está en la lectura asidua. Quien ha consumido piezas literarias de distintas épocas habrá oído multitud de voces: desde los parlamentos teatrales de Shakespeare, pasando por las conversaciones íntimas de Leo Tolstoi y llegando a los diálogos simbólicos de Ernest Hemingway. Sólo introduciéndonos a estos y muchos otros autores podremos descubrir qué constituye una buena conversación escrita y qué no.
Leer nos enseña que un buen diálogo no siempre dice todo lo que los personajes piensan; muchas veces, lo más importante se oculta entre líneas, en el subtexto de la conversación. También nos revela cómo el lenguaje cambia con los siglos y con las sociedades, y cómo la escritura puede reflejar esas transformaciones. Un escritor que no lee carece de ese abanico de matices, y su diálogo corre el riesgo de sonar plano y estereotipado.
La búsqueda de ritmo y musicalidad
Toda narración, desde la más sencilla a la más compleja, necesita un sentido preciso del ritmo. Éste es el que mantiene al lector atrapado en nuestras páginas, envolviéndolo en la adrenalina de la novela. Se trata de una cualidad que no se enseña como una lista de reglas, sino que se absorbe leyendo. Basta con abrir Madame Bovary para sentir cómo la prosa de Flaubert oscila entre el detalle minucioso y el dramatismo más voraz. O escuchar cómo el flujo de conciencia de James Joyce o de Virginia Woolf transforma el lenguaje en música lírica.
Siguiendo con la metáfora musical, podríamos afirmar que la lectura constante afina el oído interno del escritor. Al leer, descubrimos cuándo una frase es demasiado larga, cuándo es necesario introducir una pausa y cuándo un párrafo debe ser eliminado para mantener la tensión. También aprenderemos a jugar con el estilo y el sentido de ambientación. Sin esa guía interior que absorbemos con la lectura, la escritura corre el riesgo de ser monótona, incapaz de sostener la atención de nuestro lector. La musicalidad de la prosa, esa cadencia que distingue a un buen narrador, sólo se cultiva exponiéndonos a nuevas historias.
Los clásicos como estándar de excelencia
Más allá de que todo libro puede enseñarnos algo, es en los clásicos donde encontraremos la formación más sólida. No se trata de mirar superficialmente con admiración a la tradición, sino de reconocer que las obras que han resistido el paso del tiempo lo han hecho porque contienen destrezas narrativas, estilísticas y temáticas que siguen vigentes. Leer a Cervantes, a Tolstoi, a Austen o a Shelley es enfrentarse con genios que, desde hace siglos, nos muestran cómo se construye un personaje inolvidable o una trama trascendental.
Los clásicos también nos recuerdan que escribir nos pone en constante diálogo con nuestra condición humana. Tratan temas universales que nos conmueven todo el tiempo: el amor, la ambición, la soledad y la muerte. Al impregnarnos de clásicos, aprenderemos que la literatura no es un mero entretenimiento, sino una forma de comprender la vida. Incorporar clásicos en nuestras lecturas fortalecerá nuestra voz interior.
La práctica hace al maestro
La lectura en sí misma no nos convierte en escritores. Escribir con frecuencia y enfrentarse a la página en blanco con la mayor energía posible, sigue siendo imprescindible. Dicha práctica sería estéril sin la lectura que la acompaña. Leer nos da horizontes y modelos de referencia. Nos muestra lo que es posible, nos señala los límites y nos invita a traspasarlos. El escritor que escribe sin leer -y créanme que he conocido a unos cuantos-, corre el riesgo de caer una y otra vez en sus propios clichés, sin la lucidez para notar lo repetitivo de su arte.
El lector asiduo, en cambio, podrá eventualmente superar sus propias limitaciones. Cada libro que pasa por sus manos enriquecerá su caja de herramientas literarias. Leer y escribir son actos complementarios, indivisibles, que conforman un sistema literario cuyo funcionamiento permanente crearán un artista de talento.
Sin biblioteca no existe la creación literaria
¿Se puede, entonces, escribir sin leer? En cuanto a posibilidades, cada uno tiene la capacidad de hacer lo que desee, en el mismo sentido en que se puede cantar sin haber escuchado música. Pero el resultado será limitado, burdo y superficial. Para escribir bien, para construir literatura -en el mejor sentido de la palabra-, la lectura es imprescindible. La condición básica para convertirse en escritor es la lectura. Es el paso inicial, el punto de partida, el combustible que da vida a la creación artística.
Un escritor que se alimenta de libros —sobre todo de aquellos que han demostrado su valor a lo largo del tiempo— desarrollará una sensibilidad única e inimitable. Aprenderá a escuchar las voces del pasado, a reconocer las formas de la belleza y a asimilar un sentido instintivo de estructura narrativa. Y en ese proceso descubrirá su propia voz. El talento, como todas las cosas en la vida, debe ser cultivado con disciplina, práctica y mejora continua.
La lectura nos recuerda que no estamos solos, que cada palabra que ponemos sobre el papel tiene raíces que nos preceden. Escribir es abrir nuevos mundos, crear nuevas realidades, enfrentar con el escudo de nuestra imaginación aquello que desconocemos. Los autores más talentosos de todos los tiempos tomaron lo que existía y lo transformaron en algo novedoso e innovador. Pero sólo a través de la lectura seremos capaces de conocer ese material que constituye los cimientos del arte creativo. Negarnos a hacerlo significa vestir burdamente la corona de la impotencia y la mediocridad.
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