En el vasto cementerio de la literatura gótica, los vampiros rusos ocupan un rincón poco explorado pero fascinante. Antes de que Bram Stoker hiciera descender a Drácula sobre el continente europeo, los indómitos territorios de Rusia ya albergaban figuras que se nutrían de sangre y superstición. En ellos, el vampiro era una presencia ancestral que encarnaba nuestro miedo a la muerte.
Para este Especial de Halloween, recorreremos las raíces del vampirismo en la cultura rusa y cómo estas se vieron reflejadas en el mundo literario, desde las primeras huellas folclóricas hasta la pluma de autores como Aleksandr Pushkin y Nikolái Gógol. Porque detrás del terror, la sangre y el mito, los vampiros rusos nos ofrecen una mirada interesantísima sobre la naturaleza humana.
El mito del vampiro en la Rusia imperial
La figura del vampiro es tan antigua como la propia Humanidad. Desde Mesopotamia hasta los Balcanes, ha adoptado múltiples nombres y formas: upyr, nosferatu, strigoi, vrykolakas. En la Rusia de los siglos XVIII y XIX, el upyr era la representación tangible del alma en pena, del muerto inadecuadamente despedido del mundo de los vivos. A diferencia del vampiro occidental, podía atacar en plena luz del día.
En los pueblos rusos, las leyendas hablaban de cadáveres que se levantaban de sus tumbas para chupar la sangre de sus familiares. El vampirismo no contenía entonces un elemento erótico, como lo haría posteriormente durante el Romanticismo, sino que encarnaba la corrupción espiritual.
Durante el siglo XVIII, con la expansión del Imperio Ruso y su contacto con Europa Central, las supersticiones locales comenzaron a codificarse en relatos escritos. Los viajeros ilustrados recopilaban historias de aldeanos que desenterraban cadáveres sospechosos o realizaban exorcismos primitivos. Así, el mito del vampiro en Rusia se mezcló con una religiosidad ortodoxa profundamente cristiana, en la que la sangre representaba el alma y la fe.
El vampirismo en Europa del Este
La imagen del vampiro tal como hoy la conocemos tiene su origen más claro en Europa del Este. Desde los montes Cárpatos hasta Serbia y Rumania, el vampiro fue un fenómeno cultural cimentado en las supersticiones locales. Los testimonios sobre “vampirismo” registrados en los Balcanes durante el siglo XVIII —especialmente el célebre caso de Peter Plogojowitz en Serbia en 1725— despertaron la fascinación de toda la Europa ilustrada.
En este contexto, Rusia, aunque influida por las mismas creencias eslavas, construyó una versión más metafísica del vampiro. Mientras que en Occidente el vampiro romántico (como el de Polidori o Stoker) representaba el deseo reprimido y la transgresión sexual, en Rusia simbolizaba el alma que había perdido su lugar en el cosmos. El vampirismo se veía en el país como síntoma de una enfermedad espiritual.
Cuando el Romanticismo llegó finalmente a Rusia, trajo consigo la fascinación europea por el misterio, la muerte y lo sobrenatural. Los escritores rusos del siglo XIX —Pushkin, Gogol, Lérmontov— absorbieron esas influencias y las adaptaron a su propio contexto: la religión ortodoxa, la autocracia y la melancolía del alma eslava.
Mientras Europa se estremecía con El vampiro (1819) de John Polidori, Rusia comenzaba a gestar sus propios monstruos, más silenciosos, más filosóficos, pero igual de inquietantes.
Pushkin y el nacimiento del vampiro literario ruso
Aleksandr Pushkin, considerado el padre de la literatura rusa moderna, fue también uno de los primeros en brindarle al mito vampírico su profundidad literaria. Aunque no escribió una novela de vampiros propiamente dicha, su poema “El invitado de piedra” (1830), parte de Las pequeñas tragedias, y su relato “La dama de picas” (1834) exploran una inquietud muy similar: la de la vida que se corrompe por la obsesión, el deseo y la culpa.
El vampiro de Pushkin es un símbolo del exceso romántico, un reflejo del alma desgarrada que oscila entre la razón y el instinto. Y aunque el poema carece de la estructura gótica de las novelas británicas contemporáneas, anticipa el modo en que la literatura rusa convertiría lo sobrenatural en una herramienta de introspección moral.
Gogol y los vampiros del alma
Si Pushkin abrió la puerta al vampiro literario en la Rusia del siglo XIX, Nikolái Gógol la atravesó con todo el filo de su pluma. Su obra “Viyi” (1835), incluida en la colección Tardes en una granja cerca de Dikanka, es una de las piezas más influyentes del terror ruso. Inspirada en leyendas ucranianas, relata la historia de un seminarista obligado a velar el cuerpo de una joven bruja —una figura que, aunque no estrictamente vampírica, comparte su esencia: la del cadáver viviente que se alimenta de la energía vital de los otros.
En Viy, Gógol combina el humor grotesco con el terror religioso. La bruja, resucitada, encarna la seducción del mal y la fragilidad de la fe humana frente a lo desconocido. Es una criatura que, como el vampiro, rompe las fronteras entre la vida y la muerte, lo sagrado y lo profano.
Otros relatos de Gógol, como La nariz o El capote, aunque menos explícitos, comparten esa fascinación por la desintegración del yo, por la sombra que acecha al hombre desde dentro. Su vampirismo es espiritual: una crítica al vacío moral y al absurdo que anidan en el corazón de la sociedad.
Otras apariciones del vampiro en la literatura rusa del siglo XIX
Además de Pushkin y Gógol, el siglo XIX ruso ofrece otras joyas poco conocidas del vampirismo literario. Una de ellas es La familia del Vourdalak (1839) de Alexei Tolstói, primo lejano del célebre Leo Tolstói. Este relato —publicado décadas antes de Drácula— es uno de los más logrados del género. Ambientado en los Balcanes, narra la historia de una familia campesina aterrorizada por el regreso del patriarca, convertido en vourdalak (palabra eslava para “vampiro”).
El texto mezcla el realismo con lo sobrenatural y se caracteriza por su atmósfera opresiva y su sutileza psicológica. Tolstói logra un equilibrio entre el folclore eslavo y la elegancia literaria, anticipando los dilemas éticos del vampiro moderno: ¿es el monstruo una víctima de su propia maldición o un símbolo del mal interior que todos llevamos?
Otros textos muy importantes son la balada Svetlana de Vasili Zhukovski (en el que una joven es atacada por cadáver resucitado), y algunos relatos menos conocidos de Fiódor Sologub, donde lo demoníacose funde con lo existencial y con la introspección moral. En todos ellos, el vampirismo actúa como metáfora del alma rusa: apasionada y en una lucha constante entre la fe y la lujuria.
Legado del vampirismo ruso
A diferencia de los seres de ultratumba de la literatura occidental, los vampiros rusos se nutren de la desesperanza y nos obligan a reflexionar sobre la redención. Son una mecanismo a través del cuál distintos autores reflexionan acerca de la naturaleza de nuestra existencia. Su presencia en la literatura gótica del siglo XIX reflejan la tensión entre lo racional y lo místico, entre la ciencia que avanzaba y la superstición que resistía. Y este conflicto adquiría dimensiones melodramáticas bajo la influencia de la ortodoxia cristiana en un país que siempre se caracterizó por un misticismo extremo.
Acercarse a ellos es ideal para este 31 de octubre. Mientras las máscaras de Halloween pueblan las calles de nuestros países y los espectros occidentales reclaman su lugar en la cultura popular, los vampiros rusos nos susurran quedamente desde las páginas de Pushkin, Gógol y Tolstói, recordándonos que el verdadero terror es aquél que yace en lo más profundo de nuestro espíritu.
- SOBRE EL AUTOR











No hay comentarios.:
Publicar un comentario