Cuando hablamos de escritores sufridos, quizás el primero que se nos viene a la cabeza es F. Scott Fitzgerald. Nacido en una familia de relativa comodidad pero condenado, irónicamente, a vivir entre el lujo prestado y el sufrimiento real, conoció la fama y el olvido en partes iguales.
La fragilidad mental de Zelda Sayre, la mujer a la cual amó con pasión, se convertiría en un espejo de su propia inestabilidad. Entre fiestas doradas y deudas trepidantes, escribió con la urgencia del conocimiento de que la belleza es frágil y que el tiempo tiene su precio. Su historia, marcada por ascensos vertiginosos y caídas brutales, fue la de un artista que, incluso en plena ruina, supo desangrarse en las páginas que lo hicieron inmortal.
Los primeros años de un genio frágil
Francis Scott Fitzgerald nació en 1896 en una familia acomodada de Minnesota y, desde muy joven, deslumbró con sus relatos cortos y su pluma reflexiva. Su primera novela, A este lado del paraíso (1920), lo catapultó inmediatamente al estrellato literario. El esplendor de la fama fue fugaz. En palabras del propio Fitzgerald, “no hay segundos actos en la vida americana”.
A lo largo de su vida, enfrentó dificultades económicas persistentes. A pesar del éxito ante la crítica literaria, sus novelas vendían poco. Los intelectuales apreciaban su elegancia y su singular estilo, pero el público no consumía verdaderamente sus libros. Las regalías de El Gran Gatsby en 1929 sumaron menos de $6 por copia. Para sostener sus gastos y, especialmente, los médicos de Zelda -cuya salud mental se deterioraba rápidamente-, se vio obligado a trabajar en Hollywood como guionista, con resultados desalentadores que fueron drenando paulatinamente su creatividad.
Con una vida breve pero de constantes sobresaltos, el autor se acostumbró a encarnar el arte de la caída y el renacimiento: sobrevivió a la fama temprana que se evaporó en un segundo, al derrumbe de Wall Street en 1929 y a la violencia propia de su adicción al alcohol. Sus obras más famosas fueron: El Gran Gatsby, Suave es la noche, A este lado del paraíso, Hermosos y Malditos y El curioso caso de Benjamin Button.
Una danza permanente: la inestabilidad de Zelda
Zelda Fitzgerald, quien se casó con él a los 19 años, fue mucho más que su musa. Encarnaba el espíritu frenético de los años veinte: audaz, inteligente, buscadora de su propia voz en un mundo dominado por los hombres. Intentó ser bailarina profesional —entrenándose ocho horas al día durante su estancia en París— pero dicho anhelo la condujo al agotamiento físico y mental.
En octubre de 1929, durante un viaje en coche, intentó arrojarse junto a su marido y su hija por un precipicio. El episodio marcó el inicio del empeoramiento de sus crisis mentales. Fue diagnosticada oficialmente con esquizofrenia en 1930, enfermedad poco conocida y de muy difícil tratamiento en aquella época. Actualmente, muchos expertos especulan que padecía un trastorno bipolar.
Los tratamientos a los que fue sometida incluyeron insulina, coma inducido, terapia de electroshock y medicamentos poderosos. Hoy sabemos que ninguna de dichas "curas" tuvo efecto positivo sobre su enfermedad. Su esposo, dividido entre la culpa, la responsabilidad y la adicción, asumió la carga económica y emocional de la enfermedad de su esposa. No sólo intentó mantener a flote su propia carrera tambaleante en medio de su crisis personal, sino que debía destinar cada centavo a los costosos internamientos de su esposa.
Este dolor profundo fue capturado en una de sus novelas más autobiográficas: Suave es la noche. En ella, un matrimonio cae en la desgracia debido, entre otras cosas, a las enfermedades mentales de la mujer. La ficción de Fitzgerald supo ser un espejo fehaciente de sus batallas de la vida real.
La desilusión y los autoengaños
A Fitzgerald no le acompañó la estabilidad en ninguna de sus formas. El estallido de la bolsa de Wall Street en 1929 arruinó sus finanzas y su mundo itinerante: París, yate, clubes llenos de jazz, todo lo que había conocido como glamoroso estilo de vida. Ese brillo ya no fue sostenible, encarnando en su propia vida la realidad de millones de norteamericanos.
Su relación con Zelda lo afectó muy negativamente en lo profesional. Aunque solía apoyarla para buscar su propia expresión artística, cuando ella intentó incursionar en la literatura -publicó una única novela, Resérvame el vals- el resentimiento que él demostró terminó deteriorando su relación. Mientras más fluía la creatividad, mayor era el conflicto entre ambos.
La adicción a la bebida agravó su productividad. Desde 1933 fue hospitalizado por intoxicación alcohólica en múltiples ocasiones. En Hollywood, sus guiones eran muy mal pagados, controlados por un sistema que lo devoró intelectualmente. A medida que pasaban los años, su caída fue haciéndose más y más estrepitosa.
Renacer en palabras: la literatura forjada en el dolor
Fitzgerald continuó creando a pesar de todo. Sus últimas páginas, en el póstumo ensayo confesional El crack-up, surgieron de su propia ruptura emocional. En esta breve obra, eviscerada por la crítica, se descubre un Fitzgerald desnudo, inconsciente, con una belleza melancólica que rivaliza con el más torturado de sus personajes.
En un estilo autobiográfico muy vagamente maquillado, el autor revela aquí el camino de su propia descomposición psicológica y espiritual, su colapso más absoluto. Casi rechazados originalmente por la revista Esquire, estos textos revelan el descenso de una vida de glamour y fama a una de vacío y desesperación en tan sólo 39 años. Su prosa encantadora, junto a su peculiar mezcla personal entre romanticismo y realidad, convirtieron a estos ensayos en uno de los más logrados libros de su producción. No sólo representaron un gigantesco logro literario, sino que cimentaron su fama y reputación luego de su muerte.
El arte de morir y renacer fue para él un acto cotidiano: transformó el fracaso sentimental, social y físico en literatura. Cada línea de su prosa reflejaba esa conciencia trágica, ese conocimiento profundo de su propia fragilidad humana. Y su tragedia personal representó, para millones de sus lectores, el arquetipo del fracaso que aterroriza a cada uno de nosotros.
La tan buscada longevidad
¿Qué nos enseña hoy la vida de Fitzgerald? Buscar lecciones en sus experiencias personales puede sonar ligeramente cínico, pero es sin dudas un ejercicio interesante. Primero, podemos concluir que la adversidad no es solo un obstáculo, sino que puede convertirse en el pozo más fecundo de creación artística. Sus mejores obras fueron escritas en los instantes de mayor angustia personal.
Por otro lado, analizando su vida comprendemos que la fama es poco más que un espejismo. La validación pública puede ceder con el viento ante corrientes que poco tienen que ver con el talento de un autor. Fitzgerald vivió ese ocaso de manera temprana. Incluso antes de llegar a la mediana edad, empezó a verse a sí mismo como un escritor efímero, cuyos libros no sobrevivirían a su propia muerte.
De su relación con Zelda se puede dilucidar que amar, en el sentido más profundo de la palabra, es exponerse. Su matrimonio fue una danza en el borde meridional que separa la euforia y la desesperación. El amor no bastó para salvar a ninguno de los dos, pero activó en Fitzgerald un instinto de supervivencia que quizás no habría encontrado en soledad.
Finalmente, su vida y su obra reafirman algo universal: el dolor no es una sentencia ni un destino sin salida. Hay belleza que nace, muchas veces, dentro de ese dolor. Fitzgerald nos recuerda que, a pesar de todas nuestras penas, siempre podemos resurgir. Que podemos encontrar un legado ya no en nuestras miserias más profundas, sino en lo que hacemos para sobreponernos a ellas.
Un gran genio para las grandes crisis
F. Scott Fitzgerald no solo fue un cronista de la Era del Jazz, sino un hombre experimentado en el arte de sobrevivir. Su biografía —envuelta en lujos pasajeros, amores que colapsan y una reputación en riesgo de extinción — nos habla sobre las dificultades acarreadas por las malas decisiones. Su formación de elite y su cuna de oro no lo protegieron de la adicción, los fracasos ni el dolor. Y, sin embargo, continuó creando a pesar de todo.
Cuando atravesamos incertidumbres familiares, crisis colectivas o contradicciones íntimas, su constante muerte y renacimiento nos enseñan que la escritura puede salvar, que la disciplina puede alumbrar desde las cenizas, y que nuestra humanidad encuentra su forma más pura cuando emerge desde los rincones más oscuros del alma. Y, en los momentos de mayor fragilidad, siempre es bueno recordarlo.
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