La creación de jardines, aquel método ancestral para domesticar la naturaleza de manera estética, desde sus orígenes culturales, ha tenido múltiples significaciones a lo largo de los siglos. Por un lado, simboliza el orden humano impuesto sobre la naturaleza: los árboles recortados a voluntad, los senderos trazados con precisión, las flores organizadas en pintorescas combinaciones de colores. Es, en apariencia, un lugar de descanso y contemplación.
Pero también puede ser un escenario para el misterio y lo desconocido. Un jardín tiende a ocultar aquello que se aparta de la vista: senderos torcidos que llevan a rincones sombríos, raíces que destruyen los cimientos de la tierra, muros de hiedra que esconden lo que yace detrás. La literatura, especialmente la narrativa, ha sabido explotar esta ambigüedad: el jardín ha sido para los escritores un constante símbolo de lo reprimido, donde lo secreto y lo siniestro subyacen debajo de una máscara de apacibilidad.
El uso de jardines en la literatura gótica
En la literatura gótica tradicional, los jardines tienden funcionar como umbrales, escenarios reflexivos en los que un protagonista advierte la fisura entre la realidad cotidiana y el horror oculto. Daphne du Maurier lo inmortalizó en su novela cumbre, Rebecca (1938), donde el famoso jardín de la mansión de Manderley —cubierto de rododendros rojos que se esparcían como manchas de sangre— refleja la persistencia del fantasma de la esposa muerta. Allí, lo bello se convierte en advertencia: aquellas flores exuberantes que deberían alegrar oprimen y asfixian en lugar de liberar. Tan poderoso es el símbolo, que muchas ediciones en inglés de la novela incluyen a dichas flores en su portada.
Algo similar encontramos en La sangre del vampiro (1897) de Florence Marryat, una novela poco recordada, donde un jardín en decadencia se convierte en el espejo de una casa habitada por secretos familiares y una hipnótica baronesa. La maleza que cubre las estatuas, las pérgolas oxidadas, los senderos que ya no conducen a ninguna parte, los asientos de madera podridos y repugnantes: todo sugiere un pasado glorioso corroído por el paso del tiempo.
Los laberintos y pasajes de una mente oscura
El jardín no siempre es un espacio abierto. Muchas veces se trata de un laberinto diseñado para perderse. Aquí, la literatura suele convertirlo en metáfora de la mente humana, con sus pasadizos, encrucijadas y claros inesperados. El caos de la jardinería viene a funcionar como espejo de nuestra propia oscuridad.
El ejemplo más célebre es quizá el seto de El resplandor (1977) de Stephen King, aunque también encontramos antecedentes en la tradición europea. En Vathek (1786) de William Beckford, un jardín de "delicias orientales" se transforma en antesala del horror: lo exuberante esconde lo monstruoso y lo sensual nos abrirá la puerta a lo demoníaco. En ambos casos, el terror tiene un aspecto psicológico inquietante.
Otro caso notable aparece en El secreto de Sarah (1857) de Wilkie Collins, donde un jardín intrincado simboliza el secreto familiar que carcome la vida de los protagonistas. Las flores y senderos forman parte de un decorado que encierra la podredumbre moral de la mansión. En estas obras, el jardín es un espejo de la psiquis: un terreno donde la mente proyecta sus miedos y obsesiones.
Flores venenosas y la tentación de lo prohibido
Hay jardines que atraen con la misma intensidad con la que destruyen. La literatura Romántica del siglo XIX exploró con fascinación este costado venenoso de la botánica. En el relato corto La hija de Rappaccini (1844) de Nathaniel Hawthorne, el jardín del científico que le da título se convierte en un experimento mortal: cada planta es tóxica, y la propia hija del doctor, delegada para cuidar de su creación mientras no está, ha sido impregnada de ese veneno, transformada en una figura fatal. La belleza del jardín es sinónimo de peligro, ejerciendo casi una seducción fatal sobre los seres humanos.
Algo semejante ocurre en A contrapelo (1884) de Joris-Karl Huysmans, donde el protagonista Jean Floressas Des Esseintes construye un invernadero artificial lleno de flores exóticas y monstruosas. Allí, el jardín deja de ser natural para convertirse en una construcción estética, casi enferma, donde lo antinatural resulta más atractivo que lo orgánico. Lo siniestro, en este caso, proviene de la exageración: la domesticación absoluta de la naturaleza hasta convertirla en artificio sofocante. Dicha metáfora buscaba criticar fuertemente a la burguesía de su tiempo y su percibida "artificialidad".
Incluso en la poesía simbolista, como en los versos de Stéphane Mallarmé o Algernon Swinburne, el jardín es un espacio de tentación, donde lo floral se asocia a lo erótico y lo mortuorio a la vez. Las flores del mal de Baudelaire contiene numerosos versos botánicos embebidos de pasión y sentimentalismo.
El jardín secreto: inocencia, represión y tragedia
No todos los jardines siniestros se presentan de un modo exuberante. A veces el horror subyace debajo de la domesticidad que nos muestran. En El jardín secreto (1911) de Frances Hodgson Burnett, el espacio clausurado que obsesiona a nuestra pequeña protagonista encierra la posibilidad de la transformación y la curación, pero también funciona como metáfora de lo reprimido. Escondido detrás de muro de ladrillos debido a la muerte de su creadora, la tía de Mary, este sitio abandonado contiene la llave para la felicidad de todos los que habitan en la mansión de Yorkshire. El jardín está tapiado, escondido, inaccesible: una representación de la oscuridad que la familia intenta ocultar.
Algo similar podemos leer en La casa en el confín de la tierra (1908) de William Hope Hodgson, donde un jardín aparentemente apacible se convierte en escenario de irrupciones cósmicas y pesadillas repletas de horripilantes monstruos. El contraste entre lo íntimo (el patio de una casa) y lo cósmico (la visión de mundos alternativos) produce un efecto inquietante en el lector, quien percibe la lectura casi como una experiencia alucinatoria. El jardín, cerrado por muros se convierte aquí en un espacio de absoluta liminalidad: entre lo familiar y lo desconocido.
¿Por qué los jardines son sitios fértiles para la ficción?
Más allá de la literatura y del arte plástico, cabe preguntarse por qué los jardines ejercen sobre nosotros una fascinación tan grande. Quizá se deba a que condensan un deseo contradictorio: el de dominar a la naturaleza y el de convivir con su misterio. El jardín es siempre una frontera entre el caos y el control, entre la belleza refinada y la depredación.
Los escritores más talentosos han sabido explotarlo: un jardín no es nunca un mero adorno, sino un escenario donde la psicología humana se proyecta con toda su complejidad en grandes dosis de simbolismo. Los secretos familiares, las obsesiones, los deseos prohibidos y las culpas reprimidas encuentran en sus enredaderas un refugio perfecto. Al caminar por un jardín literario, no paseamos simplemente entre flores, pastizales y arboledas, sino también entre símbolos y metáforas.
Quizá por eso los jardines siguen siendo espacios de atracción universal. Buscamos en ellos reposo, pero también la promesa del misterio escondido, del conocimiento oculto, de la conexión espiritual con la Naturaleza. En la vida real, un jardín puede darnos calma, pero en la literatura, inevitablemente, terminará inquietándonos. Y esa tensión es lo que convierte al jardín en un escenario privilegiado de lo siniestro.
¿Cuál es tu jardín preferido de la literatura? Contame en los comentarios :)
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