Oscar Wilde fue uno de esos escritores que buscaban provocar en cada ocasión que se le presentaba, siempre dispuesto a publicar textos disruptivos e innovadores. Nacido en Dublín en 1854, su vida estuvo marcada por igual por el éxito y el escándalo. Estudiante de élite en Oxford, hizo de la ironía y la belleza objetos de culto. Criado en una sociedad rígida y puritana, se atrevió a vivir bajo sus propias normas, actitud que tarde o temprano le costaría tanto su libertad como su vida.
El retrato de Dorian Gray
Su única novela y, quizás, su obra más conocida -El retrato de Dorian Gray- causó gran escándalo en los círculos literarios victorianos cuando se publicó en 1890. Trata sobre el joven aristócrata que le da nombre, que luego de un trato con un curioso pintor se asegura la eterna juventud a cambio de que su retrato al óleo envejezca en su lugar. A medida que Dorian se entrega a la corrupción en todas sus variantes, la pintura muestra en su rostro ajado la verdadera podredumbre de su alma, mientras que su cuerpo físico no revela signo alguno de envejecimiento.
Como novela gótica, el libro funcionó a la perfección para declamar los preceptos estéticos del autor, pero fue interpretada por la crítica como una glorificación del hedonismo y una condonación de la inmoralidad. Wilde, en realidad, estaba explorando relaciones más complejas: entre la obra del arte y la vida, la belleza y el pecado, la máscara metafórica donde las personas esconden su verdadera identidad, etc. Dorian Gray se transformó así en todo lo opuesto a un villano clásico: se erigió como un símbolo de época del deseo de escapar de las cadenas de la moral rígida y las convenciones opresivas.
La estética como arma
Cuando Wilde escribió El retrato de Dorian Gray, sabía que estaba colocando una bomba sobre las bases de la moral victoriana. Escondida detrás de sus líneas filosóficas y de su pátina de novela gótica, la obra presentaba una cosmovisión personal donde la belleza constituía una espada afilada que buscaba penetrar el velo de la hipocresía social.
Su atractivo protagonista no era simplemente un joven hermoso, sino un ícono literario: el ideal esteticista llevado hasta sus últimas consecuencias. Su rostro bello -inocente como el de una estatua griega- escondía un alma putrefacta que se deterioraba en secreto, sin que nadie pudiera advertir la decadencia. Como metáfora, buscaba representar la propia vida de su autor: lo que significaba existir en un mundo donde el deseo debía disfrazarse, la belleza justificarse y el arte pedir permiso para florecer bajo acotados estándares preestablecidos.
La insurrección de la belleza
Oscar Wilde entendía la subversión mejor que nadie. Todo lo que se refería a su persona era provocador y extravagante. Llevaba una vestimenta excéntrica, hablaba con gestos teatrales y escribía afectada poesía. Todo en él era una puesta en escena. Como escritor, presionando intencionalmente los límites del público, escogió vivir una vida radical desde lo estético. En sus ensayos, defendió la autonomía del arte por sí misma, resaltó lo artificial por sobre lo natural y anheló, por sobre todas las cosas, la libertad individual.
En El retrato de Dorian Gray, la estética fue para él una velada forma de resistencia. Frente a una sociedad que buscaba redimir al individuo a través del sufrimiento, Wilde propuso el placer como único fin de la vida. Lord Henry, el amigo hedonista y sensual, le dice a Dorian que “la única manera de librarse de una tentación es ceder ante ella”. No está allí promoviendo la decadencia gratuita, sino cuestionando la lógica de la represión. La moral impuesta por la época victoriana —patriarcal, religiosa, estricta— encontró en la figura de Dorian un hereje, alguien que adoraba lo bello sin someterse a las lecciones de moral.
El cuerpo como templo pagano
En la creencia más popular del siglo XIX, el cuerpo debía ser un reflejo del alma pura. La Gran Bretaña victoriana había revitalizado el espíritu del puritanismo. El cristianismo promovía entonces una visión medieval: la carne era sospechosa, el deseo debía ser castigado, la belleza física era peligrosa si no servía a propósitos virtuosos. En plena antesala del auge del psicoanálisis, los ingleses veían con gran escepticismo a todo aquel que se entregaba a los placeres de la carne. Dorian Gray vino a desafiar esa lógica. Su cuerpo no era espejo del alma, sino su contradicción, la incorruptibilidad a pesar del pecado. Un ícono pagano que venía a rebatir las convenciones cristianas.
El narcisismo del protagonista puede llegar a leerse como un gesto político. En un mundo donde la fealdad moral se escondía detrás de elegantes trajes de virtud, Wilde creó un personaje que buscaba, por sobre todas las cosas, la verdad en la apariencia física. No porque creía que la belleza representaba una salvación, sino para resaltar la hipocresía de todo aquello que lo rodeaba.
El arte como espejo y máscara
El retrato creado por Basil Hallward, aquella embrujada obra de arte que envejecía en lugar del protagonista, ha sido interpretada de muchas maneras distintas. Algunos sostienen que representa un castigo sobre el alma de Dorian, un espejo de la corrupción de su espíritu. Sin embargo, el verdadero castigo no es la degradación del retrato, sino la imposibilidad del joven de vivir plenamente.
Wilde convierte el arte en el único espacio que posibilita la honestidad. En la vida social, todos los personajes del libro fingen: hablan de virtud mientras traman infidelidades, predican la redención mientras pagan por la belleza, se desviven por el amor mientras se manipulan los unos a los otros. El arte, en cambio, no miente. El retrato muestra la podredumbre real del protagonista, aquella que yace detrás de la simulación y la teatralidad. Aquella que no puede maquillarse ni mantenerse en secreto durante demasiado tiempo.
La triste profecía convertida en realidad
El final de El retrato de Dorian Gray es trágico, pero no moralizante. Wilde no castiga a su personaje: lo deja enfrentarse a su obra, confrontando la verdad que él mismo había autocensurado durante años. Luego de cometer el peor de los crímenes, su alma ha alcanzado la mayor forma de corrupción. Al apuñalar su retrato, Dorian no destruye sus pecados ni sus trasgresiones, sino su propia identidad. Al vivir tanto tiempo detrás de una máscara, fingiendo ser alguien que en realidad no era, es incapaz de soportar el rostro real que le muestra la pintura.
Oscar Wilde murió exiliado, humillado por la misma sociedad a la que se enfrentó durante décadas. Fue sometido a juicio por ser diferente, encarcelado y sometido a un trato brutal debido a su orientación sexual. La desnudez de su alma lo llevó a su propia destrucción. Su obra quedó inmortalizada como un grito de cordura frente a una sociedad enferma. Dorian Gray nos recuerda que esconderse detrás de una máscara tiene un precio altísimo. Y que, quizás, la única manera de sobrevivir en un mundo cruel sea aceptando nuestra verdadera identidad, la expresión fiel de nuestros más profundos deseos.
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