Hay imágenes que parecen sobrevivirlo todo: las guerras, los cambios de siglo, las corrientes literarias, incluso los avances en psicología y neurociencia. Una de ellas —seductora, trágica, profundamente enraizada en nuestra cultura— es la del escritor maldito.
Lo vemos una y otra vez: el autor alcoholizado, solitario, miserable, que escribe de madrugada rodeado de papeles maltrechos y botellas vacías, atormentado por sus demonios internos. A veces lo imaginamos en una habitación húmeda, sumido en la pobreza absoluta, escribiendo con furia y desesperación. Otras veces lo pensamos en un hospital psiquiátrico o al borde del suicidio. Y, sin embargo, aceptamos con gran facilidad la noción de que de esa oscuridad nace el genio.
Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si, al contrario, esa figura del escritor maldito fuera más una construcción cultural que una imagen real de la creación literaria? ¿Y si esa imagen fuera exactamente lo que está dañando a los propios escritores?
Los poetas que transformaron en arte el dolor
La figura del escritor maldito no nació de un repollo. Tiene raíces profundas en el Romanticismo, aquella revolución cultural y estética que, entre fines del siglo XVIII y buena parte del XIX, reaccionó contra el Racionalismo con una exaltación del yo, de la emoción y de lo sublime. Goethe lo había anticipado con Werther: la figura del joven cuyo sufrimiento es ennoblecido por una retorcida idea del amor.
Fue en ese contexto en que el dolor, la locura y la marginación empezaron a percibirse como combustibles del arte. En Francia, Paul Verlaine acuñó el término poètes maudits para referirse a los poetas talentosos pero incomprendidos, perseguidos por sus sociedades, cuyas vidas eran tan intensas como su obra. Rimbaud, Baudelaire y Nerval se convirtieron así en íconos de la bohemia doliente y desafiante de la París de su tiempo.
Desde entonces, la idea se fue extendiendo como llamarada por toda Europa. En el siglo XX, la cultura popular —alimentada por biografías, películas, documentales, entrevistas— terminó por consolidar el estereotipo. Autores como Sylvia Plath, Cesare Pavese, Antonin Artaud o Charles Bukowski se convirtieron en sinónimos del “artista maldito”. Sus dramas personales, sus depresiones, sus adicciones o suicidios quedaron indisolublemente unidos a sus obras, como si fueran partes esenciales de ellas.
Por qué nos seduce tanto la tristeza ajena
¿Por qué nos atrae tanto esta figura del escritor maldito? ¿Qué hay en la tragedia que nos resulta tan magnético? Es posible que se deba a nuestra necesidad de creer que la belleza solo puede nacer del caos. Que el arte profundo, el que nos sacude y nos transforma, tiene que haber sido escrito con sangre. Mediante este pensamiento hacemos que el sufrimiento se vuelva un acto sagrado: si alguien atravesó el infierno para escribir ese poema, ese libro o esa canción, entonces dicho arte adquiere un estatus superior para nuestras mentes. Y esto no sólo es ridículo, sino que trae aparejado un costo demasiado grande.
El precio de convertir el dolor en espectáculo
Cuando convertimos el sufrimiento en un requisito para la creación, deformamos nuestra mirada sobre el arte y perpetuamos un modelo destructivo para las almas creativas. Le estamos diciendo a los jóvenes escritores que su tristeza es más valiosa que su bienestar, que si están demasiado sanos o contentos consigo mismos probablemente su obra carezca de profundidad. Estamos convenciéndolos de que la desesperación legitima su reputación.
Justificamos, mediante nuestra complicidad, el abandono, la autodestrucción o el suicidio, bajo la excusa de que de allí proviene la verdadera literatura. No es casual que muchos escritores famosos hayan sido abandonados por sus entornos o hayan vivido en condiciones precarias, celebrados sólo después de su muerte. El mito justifica la indiferencia: promueve que el mundo no se sienta culpable por no haberlos cuidado, porque, en definitiva, esa condena fue la fuente de su grandeza.
Pero escribir no requiere dolor, sufrimiento ni vidas miserables. Escribir, como todo arte, sólo requiere disciplina, esfuerzo y trabajo duro.
Escribir no es sangrar: es construir
Durante siglos se nos vendió la idea de que los artistas son seres tocados por una gracia misteriosa: genios espontáneos, portadores de una sensibilidad sobrenatural, que no pueden vivir sino creando, aunque eso los consuma fatalmente. Lo cierto es que esta visión mágica del arte esconde deliberadamente algo fundamental: que el arte también es técnica, rutina y esfuerzo sostenido en el tiempo.
Escribir una novela, por ejemplo, no es muy distinto de construir una casa. Requiere cimientos firmes, planificación a largo plazo, herramientas, materiales y muchísima paciencia. Hay momentos de inspiración, claro, pero la mayor parte del tiempo el trabajo artístico es menos un relámpago y más una gota cayendo gradualmente, día tras día, sobre la página del libro. Para sostener ese trabajo hace falta algo que rara vez asociamos con la figura del escritor: Salud. Tanto física como mental.
Van Gogh no fue un gran pintor por haberse cortado una oreja en un brote psicótico. Lo fue porque trabajó incansablemente en dominar su técnica, en experimentar con la luz y el color y en registrar con pasión lo que veía. Sylvia Plath no escribió La campana de Cristal porque estaba deprimida, sino a pesar de estarlo. Schumann no fue un músico extraordinario por su esquizofrenia o por los acúfenos que lo persiguieron hasta la locura, sino por haber comprendido de manera inteligente el espíritu intransigente de la música alemana de su siglo. Su talento no surgía del dolor, sino de su inteligencia y de la agudeza artística de sus mentes creativas.
Una visión distinta del artista: vital, lúcido, vivo
Tal vez sea hora de imaginar una nueva figura del escritor para difundir en la cultura popular. No como alguien maldito, sino como alguien comprometido con la excelencia. No como mártir, sino como trabajador implacable. Alguien que quizás pueda estar roto, pero que también puede estar entero. Alguien que ama lo que hace y lo cultiva con paciencia. Alguien que se cuida para poder seguir creando, porque la creación misma es lo que genera bienestar.
El escritor no necesita ser maldito. Puede ser curioso, disciplinado, lúcido. Puede reírse. Puede tener amigos. Puede ir a terapia. Puede amar y ser amado. Puede vivir muchos años y escribir mejor con cada uno. Puede ser una persona completa en lugar de una caricatura.
Y si alguna vez el dolor aparece, que éste sea usado como combustible, contenido y transformado. Nunca venerado o romantizado.
Un futuro sin mártires: el Arte no necesita sacrificios
El mito del escritor maldito nos ha acompañado durante demasiado tiempo. Nos ha dado figuras memorables, pero también ha dejado heridas abiertas con las que cada nueva generación de escritores debe cargar. Es momento de romper con el mito. No existe ninguna nobleza en la autodestrucción. El Arte no necesita mártires, sino personas reales, con emociones complejas, con días buenos y malos, con ganas de decir algo y el coraje para hacerlo. Con la pasión para imaginar un mundo posible y luego utilizar su pluma para escribir su camino hacia él.
Escribir puede ser un refugio, una necesidad y un método, entre muchas otras cosas. Pero no tiene por qué ser una condena.
¿Y vos? ¿Qué pensás de todo esto? ¿Compartís la imagen del artista maldito o creés que es una imagen falsa? Contame en los comentarios :)
- SOBRE EL AUTOR
Muchas gracias Rodrigo por tu análisis. Hace unos meses leí a Pizarnik, y luego se me vino a la cabeza Plath y Woolf, por lo que en algún momento sí creí que, de la cercanía con la muerte, de vivir en esa fina línea entre desear vivir y desear morir, brotaban ideas sublimes que trascendían el tiempo. Yo misma comencé una historia en un momento bajo de mi vida, una novela que he retomado y a la que le estoy cambiando el enfoque porque, extrañamente, ya no reconozco a la persona que la escribió. He cambiado. Para mejor.
ResponderBorrarEs posible que ocurra que, del dolor, nazcan cosas bellas, pero me quedo con tu idea de que se necesita salud y bienestar para construir historias. Como bien dices, es el esfuerzo, la planificación, la intención, lo que permite al escritor concluir sus escritos, y eso se consigue estando saludables, en nuestro mejor estado y versión. Un saludo.
Muchas gracias por pasar y comentar :)
BorrarSin dudas, el acto de escribir puede ser altamente terapéutico (creo que todos los escritores lo hemos experimentado así alguna vez). Sin embargo, es la romantización del sufrimiento, todavía muy presente en la cultura popular, que encuentro extremadamente tóxica.
Un abrazo!