no La hoz de Cronos por Rodrigo Éker | Rodrigo Eker

La hoz de Cronos por Rodrigo Éker

       Este relato corto forma parte de mi colección de cuentos titulada "Epifanías", publicada en el año 2023. Si te interesa adquirir una copia (física o en digital) de dicho libro, podés hacerlo a través de este enlace (En caso de que vivas en Argentina, y quieras una copia física, podés usar éste otro enlace). Si te gustó la narración, te invito a dejar un comentario.

Epifanias+Rodrigo+Eker

La hoz de Cronos - Rodrigo Éker

    -Una vez que pueda prender el maldito fuego, nos podremos ir -dijo Melina.

    Yo lancé un soplido entre dientes, medio suspiro, medio risotada. Me gustaba ser irónica con ella y hacer de cuenta que detestaba estar en ese lugar a esas horas de la noche. Después de todo, el crujido de las hojas y la punción de las piedras bajo mis rodillas me hacían doler la piel. La humedad en el aire era insoportable y el chirrido de los grillos estaba empezando a enloquecerme. Pero lo cierto era que adoraba echarme junto a ella en el pasto, ver cómo hacía todos esos elaborados rituales memorizados y disfrutar del aroma de su pelo que tan seductoramente se agitaba con la brisa de verano. Era una noche hermosa, llena de estrellas.

    -Entiendo -le dije-. Pero todavía no comprendo cómo es que esto va a perjudicar a Mariano en lo más mínimo. 

    Ella me dirigió su más deliciosa mirada socarrona. Aun cuando quería ser sarcástica, sus miradas me llenaban de ternura. 

    -No pienso explicarte cómo funciona -dijo-, porque sé que no creés en estas cosas. Pero confiá en mí cuando te digo que, si tengo éxito, el malnacido va a arrepentirse de haberse metido conmigo.

    Yo me eché a reír. Estábamos en un claro rodeado de velas. Cuatro eran velones de colores intensos. “Para invocar a los elementos”, me había aclarado Melina. Había trazado un círculo invisible con una varita de sauco y me había hecho jurar que por nada del mundo saliera de sus límites. Agitaba de arriba abajo un cuchillo afilado como si intentara cortar el aire de la noche, pronunciando palabras ceremoniales que jamás pude descifrar. Era muy entretenido ver cómo jugaba a ser bruja, en ese bosquecito de los parques de Palermo, fantaseando con que nos encontrábamos en un lugar recóndito de naturaleza salvaje e imaginando que esa bobería de quemar papeles en un caldero de hierro realmente lograría lastimar a Mariano.

    -Me tenés muy poca fe -le dije-. Si me lo pidieras, iría en persona a hacer que él se arrepintiera de haber nacido.

    Ella rio y se acomodó el pelo detrás de los hombros. Ese sólo movimiento hizo que llegara a mi nariz su delicado perfume de frutilla mezclado con el dulce aroma corporal y estuve a punto de perder la cordura. También se ajustó el ceñido vestido negro que le gustaba ponerse para todos los rituales, ese que marcaba cada línea de su cuerpo perfecto. No podía quitarle los ojos de encima. Verla reír era un respiro de aire fresco después de la tristeza que la había abrumado en los últimos días.

    -Ay, Fabi, sos tan ingenua -me dijo-. No dudo de que lo harías. Pero esto es más poderoso que cualquier cosa que pudieras llegar a tramar. Y más efectivo también. Porque, en esencia, no va a dejar marcas. Nadie sabrá que fuimos nosotras.

    Yo asentí lentamente. La vi batallar nuevamente con el encendedor y el incensario, tratando de empezar una pequeña hoguera para quemar los papelitos que tan celosamente había escrito y doblado en cuadrados diminutos. Nunca creí en eso de la brujería, pero siempre le ayudaba con todos sus hechizos y rituales. Y a ella le encantaba que estuviera allí. Le hacía sentirse menos sola. Porque conmigo, y sólo conmigo, era capaz de mostrarse tal cual era.

    -Contame de nuevo cómo se llama esta cosa que le estás haciendo.

    Finalmente logró encender la llamita azul dentro del caldero de hierro. Uno a uno, fue arrojando los papelitos, murmurando algo acerca de la descendencia, los cromosomas, las estrellas, la luna, la fertilidad y no sé cuántas cosas más. Una vez que los fragmentos escritos a mano avivaron el fuego, arrojó un poco de tierra por doquier y se volteó a explicarme.

    -Pensá en algo así como una maldición -dijo-. El término antiguo es “hexing”, pero acá en Argentina casi no lo usamos. Lo importante es que funcione, así me saco de encima a ese malparido de una vez por todas.

    La miré fijamente, tratando de ser lo más solemne posible en mi respuesta, algo que nunca me salía y que siempre lograba que ella se burlara de mí.

    -Funcione o no -le dije-, siempre voy a estar acá para apoyarte. Te doy mi palabra.

    Ella se relamió el lápiz labial violeta y se arrastró lentamente por el pasto hacia mí. A sólo centímetros de mi rostro, me miró fijamente con sus hermosos ojos color miel. Sentí el calor de su respiración y luego sus manos suaves que acariciaban mi pelo, bajaban por mi cuello y se enterraban en mi escote.

    -Eso no lo voy a dudar nunca –me dijo.

    Me dio un beso en los labios. Uno de los más exquisitos de los que tengo memoria. Todo mi cuerpo se sacudió con un escalofrío. Dios mío, cómo amaba a esta muchacha. Su presencia era una luz tan intensa que me cegaba y su calidez siempre lograba incendiarme. Esos labios tan suaves despertaban un anhelo que se sentía doloroso en mi entrepierna y en cada fibra de mi cuerpo.

    -Pensé… -dije, controlando un gemido, esforzándome por guardar la compostura- pensé que las brujas no hacían maldiciones ni dañaban a la gente.

    -No es mi caso -dijo ella, irguiéndose y mirando hacia las estrellas-. No soy una bruja blanca, ni una bruja Wicca, ni ninguna de esas cosas. Yo hago y deshago a mi antojo y el universo es mi fuerza vital. Soy una bruja solitaria, independiente, poderosa. El mundo entero debería cuidarse de mí.

    -Así de mala y depravada es como te quiero –le dije.

    La besé con todas mis fuerzas hasta mancharme la boca con su labial violeta. Se lo embadurné por toda la cara y me sentí orgullosa de haberlo hecho. La empujé hacia atrás para recostarla en el pasto, dispuesta a arrancarle ahí mismo el vestido y morderle el corpiño para desprendérselo. Pero ella me detuvo. Se enderezó, un poco nerviosa, y me acarició la mejilla.

    -No, no, Fabi -me dijo-. El ritual no termina todavía. Falta una libación.

    Me contuve, muy a mi pesar, pues el deseo me quemaba el vientre. Ella tomó un pequeño cáliz, vertió en él un chorro de vino, me hizo beber un sorbo y luego bebió uno ella. Era un chardonnay exquisito y me lamenté en silencio cuando vi que derramaba media botella sobre el pasto a nuestro alrededor. Finalmente echó el resto dentro del caldero y pronunció una larga oración pagana. Culminó diciendo:

    -Que mi voluntad sea escuchada, Gran Madre celestial. Tanto arriba como abajo. Hécate, la de los mil rostros, ayudame en esta empresa. En tu honor hago esta ofrenda y pido tu bendición.

    No podía dejar de deleitarme viendo cada una de sus inflexiones y movimientos a medida que se perdía en una danza ritual. Me decía que escuchaba tambores percutiendo en su cabeza y sólo atiné a asentir para seguirle la corriente. Bailé con ella, en pleno parque de Palermo, acompañada por el chirrido de los grillos, acalorada y llena de sentimientos reprimidos que estaba lista para dejar fluir. Ella danzaba loca de contenta. Sonreía y cada tanto soltaba risas cálidas y resonantes.

    -Ay, Fabi -me dijo-. Si mi diosa escucha mis plegarias, los días de Mariano están contados. 

    -Eso espero -le respondí, fingiendo indignación, como si realmente me importara lo que le pasara a ese tipo-. ¿Con esto vas a matarlo?

    -Con esto tendrá un destino peor que la muerte.

    Y ambas reímos. Así dio por terminado el ritual y apagó cada una de las velas.

    Mariano era el ex novio de Melina. Habían salido juntos durante la secundaria y habían terminado después del último año en la universidad, hacía muy poco. En realidad, no existió precisamente un final, sino que ella le había puesto los cuernos conmigo. El muchachito le hizo un berrinche de siete días, con mil acusaciones dirigidas hacia mí. De vez en cuando, todavía se aparecía en el departamento de Melina para humillarse, suplicarle una reconciliación y luego, ante las negativas de ella, llenarla de insultos y reproches. 

    Pero no es justo que yo quede como la mala de la película: hay que tener en cuenta que el pibe tampoco era ningún santo. Mariano era un mujeriego, uno que se había acostado con todas las pibas del barrio, del colegio y de la facultad. Era tan tosco en sus métodos y tan burdo en sus mentiras, que Melina fingió durante años desconocer sus infidelidades. Como decía mi abuela, el amor es ciego, pero el desamor tiene la vista cristalina. Un día, ella simplemente se hartó y decidió buscar a otra persona. Nunca pensó que esa persona sería otra mujer. Jamás imaginó que se trataría de mí.

    Ella y yo éramos amigas desde la primaria. Mejores amigas, si me permito decirlo. Desde que puedo recordarlo, Melina ha estado siempre a mi lado. Nunca necesité declararle mi amor. El sentimiento que nos unía era tan intenso que fue sólo cuestión de tiempo que termináramos juntas. Y todas las mañanas, cuando me sentaba en la barra del bar donde trabajaba Melina para compartir una taza del capuchino que tanto le gustaba, mirábamos hacia el café Bernal, cruzando la calle, donde Mariano se juntaba con sus amigotes rugbiers para espiar a la mujer que le había roto el corazón. 

    Era tan estúpido y tan poco refinado, que nos la pasábamos riéndonos de ellos y de la cobardía que tenían para observarnos sin atreverse a cruzar la calle o confrontarnos. “Es un boludo”, me decía ella con una voz dulcísima, “no le hagás caso. Jamás va a tener el estómago para venir a suplicarme cuando estoy trabajando. Recién se aparece cuando llego a casa y ahí ya viene borracho. Le da vergüenza arrastrarse así delante de sus amigos, por eso ahora se hace el machito superado.”

    -¿Necesitás que te acompañe hasta el departamento? -le preguntaba yo todos los días.

    -No, Fabi. Muy amable de tu parte, pero puedo cuidarme sola. Más de un tipo tan tonto como Mariano.

    No fingiré que no le creía. Melina estaba más capacitada que ninguna otra mujer para cuidarse a sí misma. Vivía sola desde hacía años en una parte jodida de la ciudad y caminaba a todas horas de la noche desde y hacia el trabajo sin ningún problema. Jamás le pasó nada. La única compañía que tenía, aparte de mí, era bigotitos. Se trataba de un fantástico gato callejero que ella había adoptado -gris y rayado como una cebra- al que ambas teníamos como hijo. Lo bendecí con un collar amarillo del que colgaba un cascabel que llevaba a todos lados. Destacó así, como el más hermoso de todos los felinos del barrio. Siempre me recibía ronroneando y frotándose en mis pies. Se acostaba entre nosotras en la cama, patas para arriba, para que le rascáramos la barriguita hasta quedarse dormido. Era un amor de mascota.

    Una vez que terminamos de hacer el amor en pleno bosque de Palermo sin importarnos si alguien nos miraba, Melina me dijo, echada sobre el pasto entre el caldero y el cuchillo:

    -Estoy muerta de hambre.

    Yo sonreí.

    -Voy a comer lo que quieras comer -le dije, jadeante.

    Ella me enredó el pelo entre sus dedos y me besó la frente. Me sentí bautizada, renacida.

    -Una hamburguesa -declaró- y una copa de vino seco.

    -Es exactamente lo que tenía pensado -le dije.

    Y ambas reímos. La amaba tan intensamente que me dolía. Aún después de acostarme con ella, el anhelo que sentía por Melina nunca dejaba de comerme las entrañas. Nunca se saciaba. Nunca fui libre de él.

    -¿Creés que Mariano tenga las pelotas de pasar mañana por el café? - le pregunté.

    -Cuento con ello -me respondió-. Tiene el cerebro tan chiquito que no va a sentir la más mínima culpa después de lo que hizo. Siempre fue así. Le falta tacto y valentía. Me gustaría tanto que…

    No terminó la frase. Dijo esto último con un atisbo de dolor tan sutil como desgarrador. La abracé. No quería que siguiera hablando. Sabía perfectamente a lo que se refería y no estaba dispuesta a causarle más sufrimiento. 

    Había ocurrido dos noches atrás. Yo estaba en casa, estudiando para los exámenes, y la dejé que se fuera sola a su departamento. No la llamé. Solía hacerlo para verificar que todo anduviera bien, pero esa noche lo olvidé. Y todavía me sentía culpable. Mariano la había esperado en la puerta, borracho como siempre. No sé exactamente sobre qué habían discutido ni cómo había sido la pelea -el dolor estaba demasiado fresco y ella todavía no se animaba a contármelo-. Sólo sé que aquel bruto e inhumano espécimen de homínido había agarrado a bigotitos y le había roto el cuello. Así, sin esfuerzo, con sus manotas de bestia. El gato cayó muerto al instante. Ella no pudo impedírselo, y yo no había estado allí para consolarla. La impotencia nos consumía a las dos. Se pasó dos días llorando, sumida en una depresión tremenda. Sólo salió de su estupor cuando me propuso, de improvisto y en un arrebato, que fuéramos a los bosques de Palermo a concretar ese ritual.

    -Me las va a pagar -dijo Melina, desprendiéndose de mi abrazo-. Aunque sea lo último que haga. Va a desear jamás haber nacido. 

    Le besé la frente y dejé que su cabeza descansara en mi pecho. No quería decir nada para no arruinar el momento. La noche estaba serena y todo lo que compartíamos era tan hermoso como ella. Hasta el ruido de los grillos se me antojaba melodioso. Sentía que mi cuerpo flotaba, que mi espíritu se elevaba y que me encontraba en el mismísimo paraíso. Ni siquiera el triste recuerdo de bigotitos podía sacarme del trance que se apoderó de mí.

    Ansiaba que ese momento de paz con ella durase para el resto de mis días. No siempre era todo tan dulce entre nosotras. Últimamente habíamos empezado a discutir y tenía un miedo terrible de perderla. Ella afirmaba que estaba cansada de consolarme. Me animaba a relajarme, pero, al mismo tiempo, me decía que era una niña exagerada a la que le gustaba el melodrama. Y tenía algo de razón. Siempre fui una llorona, una débil emocional que se quebraba ante las más mínimas cosas. El problema era que no tenía motivos reales para ponerme mal: estaban todos en mi cabeza. Y, sin embargo, no eran pocas las noches en que ella se hartaba de escuchar mis quejas y se enfadaba conmigo. Cuando Melina se enojaba, era terrible. Y yo no encontraba la manera de evitar que se pusiera así.

    No quería admitirme a mí misma que lo que realmente sentía era inseguridad. Había una piedra que siempre se interpondría entre nosotras, aun cuando ella se esmeraba en negarlo. Y no era otro que Mariano. 

    Jamás lo conocí muy bien, sólo de vista. Melina se encargó, durante el breve noviazgo que tuvieron, de que nunca nos acercáramos. Él probablemente no supo que yo existía antes de que ella lo engañara conmigo. Pero su mera presencia siempre sería una amenaza. Trataré de explicarlo, aunque me avergüence admitir que así era como lo sentía. 

    Melina juraba que era lesbiana. Tan lesbiana como yo, me decía. Afirmaba que yo le había hecho descubrir su verdadero ser y que había abandonado para siempre el mundo de los hombres. “Con Mariano todo era gris, Fabi, pero con vos mi mundo se ha llenado de colores” me dijo una tarde cuando me largué a llorar en su cama. Pero sus palabras no enfriaban mis preocupaciones. Después de todo, ella había estado con Mariano. Habían hecho el amor. Una y otra vez en el sucucho mugriento que él tenía en las afueras de la capital. Yo no podía concebirlo. No con el rubio amazacotado ese. Es cierto que, para los ojos de la mayoría de las chicas, Mariano era un pibe muy atractivo. Pero yo no era capaz de verlo. Jamás he estado con un hombre. No podría, Dios mediante. No entiendo qué podía gustarle a ella de ese tipo, tan peludo, grandote y apestoso, con ese cuerpo tan angular y desagradable y con esas deformidades arrugadas colgándole pesadamente entre las piernas. Los hombres me daban asco. Más asco me daba la idea de que ese cuerpo horroroso había tocado el de ella. Y, si trataba de imaginar las cosas que ella le había hecho en la cama, me desesperaba hasta la locura. No importaba cuánto tratase ella de calmar mis ansiedades, esa imagen siempre me atormentaba y entristecía lo que debían ser momentos muy dulces entre ella y yo. ¿Cómo podían haberle atraído los hombres? ¿Cómo podía haberlo tocado al bicho ese, de esa manera, en lugar de estar conmigo, a quien verdaderamente pertenecía? No podía superarlo.

    Ah, pero ella lo sabía. Siempre entendía todo lo que pasaba por mi mente. Movía cielo y tierra para consolarme. Y, aunque me asegurara que me quería, que me amaba y que yo era la mujer de su vida, siempre estaría Mariano entre nosotras. Ahí, como una piedra molesta, como una amenaza.

    -Normalmente toma semanas en hacer efecto -me dijo, mientras juntaba los elementos mágicos para guardarlos en la mochila-, pero con la energía liberada esta noche, espero ver resultados inmediatos.

    -Si vos lo decís, yo te creo -le contesté.

    Dormimos bien esa noche. Por primera vez desde la muerte de bigotitos, ella estaba más tranquila. Pienso que la parafernalia del ritual le hizo sentir que recuperaba algo de control. Yo continuaba sin creer en esas cosas. Nunca vi a ninguno de sus “hechizos” manifestarse en la vida real. Melina siempre tenía una excusa para justificar por qué no lo hacían, pero el hecho era que nunca funcionaban. Me gustaba seguirle la corriente, ver cómo se le abrillantaban los ojos tratando de encontrar explicaciones racionales. Vivía en una fantasía y yo era feliz de acompañarla en la ilusión. Ella coleccionaba y fabricaba toda clase de objetos curiosos, a los que llamaba “amuletos”: desde ramas atadas con piolas hasta tierra enfrascada, cristales gruesos y joyas de infinidad de colores. Con frecuencia, sus altares parecían juntaderos de mugre, pero observar la intensidad con que se dedicaba a su pasatiempo me enternecía el corazón.

    A la mañana siguiente, nos volvimos a encontrar en el bar. Era cerca del mediodía y las calles estaban llenas de gente. Se estaba convirtiendo en una rutina que repetíamos todas las mañanas, porque era el único momento donde podíamos estar juntas antes de irme a la facultad. Ella se veía hermosa con el delantal que le obligaban a vestir para el trabajo. En realidad, era feísimo, pero ella se veía hermosa con cualquier cosa que llevara puesta. Y como la barra daba hacia la calle y los clientes solían sentarse dentro del local, rara vez tenía que atender gente. La única compañía de Melina esa mañana fui yo, y aquello le encantó.

    -Gracias Fabi -me dijo de repente-, mil gracias en serio. Por haberme ayudado anoche.

    Posó una mano sobre la mía y me estremecí al instante.

    -No tenés por qué -le contesté-. Como te dije, siempre voy a estar ahí para apoyarte.

    Ella sonrió, dejando al descubierto sus dientes perlados, acariciándome los dedos en un gesto de cariño que nunca olvidaré.

    -Te amo -me dijo, sin rodeos.

    Lo decía constantemente y ya me había acostumbrado a escucharlo, pero siempre lograba que mi corazón se acelerara y mi cuerpo tiritara. Sus palabras eran como un bálsamo sobre mi alma.

    -Yo también -le dije.

    Su mirada se desvió levemente de la mía y se fijó en un punto alejado frente a ella. Su cuerpo se tensó y su mano soltó la mía lenta y suavemente.

    -Ya llegaron todos -me dijo.

    No entendí a qué se refería.

    -¿Todos quienes?

    -Mariano y sus amigos.

    Me di vuelta y los vi. Era el mismo espectáculo que presenciábamos a diario. Me costaba entender cómo ese tipo no tenía vida propia ni nada mejor que hacer que venir a molestar a Melina en el trabajo. Siempre se caía con su grupo de amigotes, tan faltos de responsabilidades como él. Eran todos similares, hasta parecían hermanos. Los conocíamos de la secundaria: Marcos, Marcelo, Facundo y Juan. Tenían ese cuerpo hinchado y musculoso de los rugbiers y se sentaban despatarrados sobre las sillitas del café Bernal en una actitud de macho que resultaba cómica. Se reían a carcajadas y hablaban a los gritos. Me compadecí del pobre mozo que los recibía todos los días, soportando las bromas pesadas de esos tipos. Se burlaban constantemente de los empleados del lugar y luego se amontonaban sobre una laptop para fingir que estaban en una reunión de trabajo. Para lo único que la utilizaban era para stalkear nuestras redes sociales y dejar insultos en cada uno de nuestros perfiles públicos. Melina insistía en no bloquearlo. “Quiero que se arrastre como el gusano que es”, me decía, “y que se humille una y otra vez. Ojalá esos insultos homofóbicos queden guardados en internet para siempre, como testamento de quiénes son en realidad. Sé que todavía está dolido y eso me reconforta. Vos simplemente ignoralo.” 

    Mariano miraba intensamente hacia donde estábamos nosotras. Trataba de sonreír, pero incluso a la distancia pude ver que su risa era falsa y que realmente le molestaba vernos juntas. Pobre infeliz.

    -¿Sabés qué estaría bueno? -dijo Melina, apartando la taza vacía de mi capuccino- Hacer que ese miserable se lamente aún más.

    Le agarré las muñecas. Cuando hablaba con ese tono de pervertida me excitaba al extremo.

    -¿Cómo proponés que lo hagamos? -le pregunté.

    Ella apoyó los codos sobre la barra, se acercó suavemente y clavó sobre mí, otra vez, esos hermosos ojos color miel. 

    -Como sabés hacerlo mejor -me dijo.

    Rodeó mi cuello con sus brazos y me dio un beso en la boca. No fue un simple beso, sino que introdujo su lengua hasta frotarla con la mía y continuó besándome hasta que todo mi cuerpo se sacudió con un escalofrío. Sentí sus dedos acariciando mi nuca y su respiración acelerada que ahogaba un gemido, al igual que yo intentaba reprimir el mío. En su boca me sentía protegida, deseada, sofocada por un sentimiento indescriptible que me transformaba en la única persona del mundo que ella apreciaba con cada fibra de su ser. Cuando me soltó, escuché detrás de mí los silbidos y los abucheos de cada uno de los rugbiers. Alguno soltó una palabrota horrible que me niego a repetir. El único que permanecía en silencio era Mariano. Cuando me volteé a verlo, supe que habíamos logrado nuestro objetivo. Su rostro demostraba ahora un profundo malestar. El entrecejo fruncido, los brazos cruzados, la pierna levantada sobre la silla, la boca en una curva invertida que lo hacía ver viejo. Era la imagen misma de la incomodidad.

    -Sos lo más bonito que me pasó en la vida, Fabi -me dijo Melina, aún con los codos apoyados en la barra.

    Estábamos aprovechando que su jefa se había tomado un descanso. De lo contrario, la habrían regañado por la exhibición pública que acabábamos de dar y por haber atraído la atención de la gente. En aquel instante de soledad, nos sentimos libres para expresarnos nuestro amor. 

    La miré y no dije nada. No necesitaba hacerlo. Cuando estábamos así, Melina y yo nos comunicamos mejor sin pronunciar palabras. Le sonreí, le acaricié los labios con las yemas de mis dedos y dejé que me bañara en la calidez de su mirada. Ella tenía los ojos fijos en los míos y había una cualidad hipnótica en la forma en que me observaba. Siempre he sido una gran admiradora de sus ojos, esas hermosas esferas de color miel. Tenían un carácter animalístico, intenso y pasional, que despertaba en mí emociones desconocidas. Ni siquiera atiné a levantarme de la barra cuando pasó lo que tenía que pasar.

    Ocurrió de un segundo a otro, tan rápidamente que no lo procesé. Primero fue el sonido de discusiones y gritos provenientes de la vereda de enfrente. Luego lo que sonó como una explosión. Finalmente, un ruido de radios, sirenas y botas corriendo por doquier. Cuando por fin salí del estupor y me di vuelta, el espectáculo ya había terminado. Me es imposible recrear correctamente la secuencia de eventos de esos efímeros minutos. Y más aún me costó entenderlos mientras transcurrían. Lo único que alcancé a ver cuando dirigí mi atención hacia los jóvenes de enfrente fueron las sillas caídas, el grupo de rugbiers convertidos en un manojo de nervios y dos policías que intentaban tomarles declaración. Había un patrullero yéndose por una esquina y otro llegando en dirección al café Bernal. 

    Todavía recuerdo los rostros de los muchachos. Facundo discutía acaloradamente con el policía, claramente frustrado y en una súplica desesperada que el oficial no tenía intenciones de escuchar. Al contrario, intentaba callarlo extendiendo la palma de la mano, como hacen los referís del partido cuando ponen una sanción. El resto de los chicos hacían intensas muecas de dolor y de sorpresa, la clase de sufrimiento que se plasma en el rostro de uno cuando observa algo horrendo. Marcelo se estrujaba las manos y Juan se encogía flexionando las rodillas, en clara descompostura. Marcos se tapaba la entrepierna. Me tomó unos segundos darme cuenta de que estaban mirando en una misma dirección, hacia algo que se encontraba a la altura de sus pies. Bajé la vista lentamente y fue entonces cuando lo vi.

    Era Mariano. Estaba hecho una bola en el piso, acurrucado como en posición fetal y tiritando como un cachorro a la intemperie. Alrededor de él había un gran charco escarlata que se extendía hasta mojar el cordón de la vereda y finalmente se derramaba sobre la calle. Nunca había visto tanta sangre, y me sorprendí al descubrir lo líquida que era: se expandía rápidamente como un chorro de agua. Por un momento, debido a lo inerte de su cuerpo, pensé que había sido herido de muerte. Sin embargo, la manera en que temblaba y subía y bajaba la cabeza demostraba que seguía consciente y en un intenso dolor. 

    Al rato llegaron los paramédicos, lo subieron en una camilla y se lo llevaron en la ambulancia. Los policías continuaron tomando declaración a los rugbiers, que estaban en un explícito estado de shock. La angustia de muchos de ellos era horrible de contemplar. Eran los rostros traumatizados de personas que han vivido algo innombrable que cambiará el curso de sus vidas.

    No fue hasta que pasaron tres o cuatro semanas, que finalmente llegó a mis oídos el recuento de lo que había ocurrido. Aparentemente, mientras el grupo de amigos charlaba distendido en las mesitas del café, un sujeto aparcó una moto junto a ellos y trató de manotear la computadora de Mariano. La policía lo caratuló como un simple intento de robo (después de todo, era una zona jodida de la ciudad). El hombre era un criminal de largo prontuario. De hecho, estaba huyendo de la policía cuando se le ocurrió detenerse a agarrar la notebook que tan cándidamente descansaba sobre la mesita de café. La oportunidad fue demasiado tentadora para el criminal y no pudo con su propio genio. Los móviles policiales que llegaron detrás del delincuente venían siguiéndolo desde hacía media hora.

    Mariano se resistió. Según contaron los testigos, se paró de un salto, tomó la computadora de las manos del ladrón y trató de arrebatársela en un feroz forcejeo. Fue allí cuando el grupo de amigos se decidió a intervenir y esos fueron los gritos que escuché desde la cuadra de enfrente. El sujeto sacó entonces un revólver y apuntó con él a cada uno de los rugbiers para hacerlos retroceder. Mariano fue el único que parece no haber visto el arma, porque continuó tironeando de la computadora hasta el final. En medio del forcejeo, un disparo se detonó. Nadie sabe si fue intencional o no, si estuvo apuntado con cuidado o si se escapó por accidente, pero definitivamente fue certero. El delincuente huyó con la computadora, seguido de cerca por la policía que lo capturó a dos cuadras del lugar. Facundo, el rugbier al que vi discutir tan acaloradamente, acusaba a la policía de conspirar con el criminal y de permitir que todo sucediera. Los hechos aparecerían narrados al día siguiente en la sección criminalística de los diarios porteños, pero nunca leí tales artículos.

    No fue una herida fatal. De hecho, Mariano sobrevivió a la descarga. Sí fue, en cambio, un disparo doloroso que requirió de múltiples cirugías para reparar el daño. La bala había salido en dirección descendente, de manera diagonal y, en medio de su trayectoria, le destrozó limpiamente ambos testículos. “No quedó rastro de ellos”, me contó un conocido de él. Finalmente, el proyectil se enterró en el hueso de la pelvis y de allí tuvieron que extraerlo. El resultado fue una parálisis parcial de la pierna derecha y una infertilidad permanente.

    Incluso después de su recuperación, ni Melina ni yo volvimos a saber de Mariano. Quizás estaba demasiado avergonzado para mostrarse en público o quizás le había sucedido algo peor. El estado mental y emocional que lo asaltó a partir de entonces estuvo fuera de nuestro conocimiento. Mariano se convirtió primero en un misterio, luego en el objeto de nuestros chistes y finalmente en un simple recuerdo. Y así fue como se borró de nuestras vidas, de una manera tan sufrida como el tormento que había impuesto sobre nosotras. Por fin nos había dejado en paz.

    Por supuesto, no había manera de que supiéramos todo esto mientras mirábamos los acontecimientos desde la barra del bar. Porque en medio del caos de sirenas, gritos y gente chusma que se amuchaba alrededor del café Bernal, en lo único en que podía concentrarme era el charco de sangre que inundaba la vereda. Fue terrible, la primera vez en mi vida que veía algo similar. Aun luego de que se disolvió la multitud y una empleada del local se puso a baldear para limpiar aquella mancha, yo seguía anonadada. En mi mente, esa huella escarlata estaría para siempre mancillando la paz de aquel sitio.

    Hay experiencias en la vida que te cambian, te hacen repensar la trayectoria de tus actos y te interpelan acerca de tu lugar en el mundo. Retrospectivamente, puedo identificar a ésta como una de ellas. Fue tan rápida, fortuita y cruel, que jamás volví a sentirme a salvo ni en el café ni en el bar. Jamás volví a ver el mundo con los mismos lentes de color de rosas. Jamás volví a confiarme al andar por la calle. Hubo una parte de mi juventud que se perdió en aquel instante, como si la inocencia que no sabía que aún poseía hubiese sido ultrajada de manera definitiva. El mundo era ahora un sitio peligroso, uno que podía ponerle fin a todo de un segundo al otro por algo tan insólito como una tentativa de robo.

    Y quizás lo que más se ha quedado grabado en mi memoria fue la reacción de Melina. No despegaba la mirada del lugar, absorbiendo cada detalle del espectáculo que se había desatado delante de las dos. Para mi sorpresa, vi cómo una sonrisa se dibujaba lentamente en su rostro hasta dejar expuestos cada uno de sus dientes perlados.

    -¿Por qué estás tan contenta de repente? -le pregunté.

    Ella clavó una vez más sobre mí sus hermosos ojos color miel, acarició mi mejilla y me dijo, con una suavidad inusitada:

    -Hécate finalmente ha escuchado mis plegarias.

    La tomé de las manos y le di un beso en los labios. Nunca la había deseado tanto.

  • SOBRE EL AUTOR
      Mi nombre es Rodrigo. Soy un escritor independiente Argentino, apasionado por contar historias y compartir reflexiones. Si bien mi campo predilecto es la ficción, en este blog les hablo sobre todo lo que pasa por mi cabeza: mi vida, mis experiencias, mis visiones del mundo y mi proceso creativo. Escribo desde chico ficción contemporánea y ficción gótica. He publicado relatos cortos y novelas que están disponibles para lectores de todas partes del mundo. A través de este blog, espero ayudarte a encontrar tu próximo libro favorito.

       Seguime en Instagram y Twitter

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Instagram